Cuento: Terapia
Por Kaiser Espinosa
Fotografía por Yago Salmón De Lucio @elportadordelapolilla
Terapia
Desde que me hice escritor las
mujeres que me cruzo no hacen sino ofrecerme sexo anal. No sé por qué, no me
preguntéis. Sencillamente lo hacen. ¿A todos los escritores les gusta y yo no
me he enterado? Cuando firmé el contrato con mi editorial no vi ninguna
cláusula que dijera Deberás tener sexo anal ni nada que se le pareciera.
Hay quienes dicen que firmar
con una editorial es dejarse joder, pero creo que se refieren a otra cosa. Los
escritores suelen hablar figuradamente.
Sabéis, es extraño cómo
cambias a ojos de los demás una vez te presentas como escritor. Nadie se
refiere a las largas noches rumiando una idea de la que no hablas, a releer tus
palabras mil veces, a cabrearte con ellas y a hacerte pajas mentales con lo
bueno que eres. Porque esa es otra canción: no conozco ni un solo escritor que
no se crea un puto genio. Por saber poner una palabra detrás de otra haciendo
que concuerden en género y número no eres Dios, sólo eres otro junta letras de
los que está el mundo lleno. Sea como fuere, si tu obra es rechazada se debe a
que es demasiado buena o demasiado mala, poco comercial o lo es tanto que ya
está el mercado a rebosar, aunque este último escenario no suele ser un
problema para la mayoría de los editores. Es decir, seguramente un artista
rollizo con chocho de candado entorno a la boca y camiseta de dibujos animados
te mirará de mala manera si metes un romance cuando la acción decae, pero la
fórmula suele funcionar.
En fin, supongamos que te has
soportado a ti mismo durante el tiempo que has tardado en teclear la maldita
novela. Ya eres escritor y yo personalmente me siento desnudo cuando dejo leer
mi trabajo a alguien. Lo dejo asomarse al pozo de mi cabeza y echar un vistazo
a la vorágine. Y me da una mezcla de miedo y vergüenza por si se apartan con la
nariz arrugada por el mal olor y me miran pensando qué cojones acaban de ver.
Pues lo siento, joder. Perdón por estar vivo. Si por el contrario les gusta lo
que ven, les parece interesante o no tan malo (la clave es el tan), me siento
feliz y abrazaría al planeta entero, soy así de infantil. Entonces en la
próxima reunión de amiguetes cuando me presentan a un desconocido lo hacen
añadiendo la etiqueta de que soy escritor. Y su mirada cambia.
Hay quienes me miran de arriba
abajo, esperando ver a un tío con náuticos, americana beis y una melenita
ondulada mejor cuidada que la de su chica. Ellos pasan de mi pelo de dos
centímetros estilo soldado y las ojeras moradas que me harían cara de oso panda
si no estuviera tan flaco al pendiente y las zapatillas de deporte y sacan una
sonrisa tortuosa antes de cambiarse el vaso de mano y estrechar la mía.
Entonces, una vez saben que he tenido la paciencia y el ánimo suficiente para
redactar ciento y pico páginas, cada vez que abro la boca me miran con atención
y el ceño medio fruncido, como si mi opinión de mierda valiera más que la suya.
Eres escritor, tienes algo
interesante que decir sobre cualquier cosa.
Eh, preguntadle a este tío,
que seguro que sabe de lo que habla.
Un día voy a intentar defender
la caza de elefantes, apuesto a que alguno se deja convencer.
Sí, he aprendido a expresar mi
diarrea con palabras y ¿a quién le importa? No me cabe duda de que todos los
escritores tienen un alto concepto de sí mismos, pero, dejadme que os diga, no
somos copos de nieve ni huellas dactilares. Gente como Hemingway, Bukowski,
Galdós e incluso Cervantes, que rechazaba tanto las críticas buenas como las
malas, no eran escritores, eran escrotores. Porque para escribir o le echas
cojones o mejor suelta el lápiz.
Una noche estaba yo sentado en
el sofá de una amiga reciente, rodeado de otras personas, también amigos
recientes, con el culo más blando que el pan, gafas y pulseritas de piel buena
que deben quitarse antes de ducharse porque el agua las estropea. Yo mamaba
compulsivamente de mi destornillador pensando qué diablos hacía allí solo,
aferrándome a una idea en bruto que acababa de irrumpir en mi cabeza,
reteniéndola, con una mano cerrada en su muñeca y clavando las uñas de la otra
en el marco de la puerta porque la muy puta ya se marchaba y suspirando por un
trozo de papel en el que apuntarla, cuando la anfitriona me llamó desde la otra
punta del salón haciendo gestos para que me acercara.
Me levanté y fui a que me
presentara al corrillo que se había formado. Había un periodista, que me
sonreía como si él y yo jugásemos al mismo deporte, un dibujante lacónico y
otros por el estilo. Murmuré un saludo y les fui estrechando las manos
sucesivamente.
-…acaba de publicar su primera
novela –dijo ella.
Ahí. La mirada cambió. Tuve
que hacer un esfuerzo por no poner los ojos en blanco. Joder, yo no voy por ahí
suplicando atención ni dando lecciones. En general suelo dejar a la gente
tranquila con sus rollos. No me entendáis mal, me gusta la gente, tengo amigos
y todo eso, pero los pedantes que usan palabras de diez dólares en cada frase
me ponen malo. Me encuentro mucho más a gusto bebiendo birra, comiendo patatas
con mayonesa y diciendo gilipolleces o haciéndome oír por encima de la música
que en fiestas como la de esa noche, pero así es la vida.
Total, me escurrí cuando la
charla derivó y ya nadie me hacía caso. Me serví más vodka en la cocina y la
morena que había a mi lado me miró con ojitos tiernos.
-¿Nos conocemos?
-Me acordaría –contesté.
Era delgada, fuerte, flexible,
como una surfista o una bailarina. Su blusa decía que no llevaba sujetador y se
le marcaban los pezones a través de la tela. Las mujeres con tetas de doce años
suelen tener los pezones más grandes pero es sólo una ilusión óptica. Lo que
ocurre es que los pezones son igual de grandes en todas las tetas pero al no
haber carne por debajo ni alrededor éstos parecen mayores, nada más. En
cualquier caso, y como experto en lencería que soy, la ausencia de ropa
interior me da un poquito de asco independientemente del género de la persona.
Una vez fui a comprar lencería para mi chica y la dependienta de la tienda, que
acababa de terminar preescolar, me preguntó si necesitaba ayuda. Por favor,
cielo, sé más yo que tú. Aun así, le sonreí y le dije que gracias, que podía
apañarme solo. Después de todo, soy un tipo simpático.
La morenita se puso de perfil
y casi la pierdo de vista. Mordió su pajita y sorbió la granadina empalagosa y
pegajosa mientras me hacía un repaso completo.
- ¿Tú también te aburres?
- ¿Debería?
-Las fiestas me aburren.
-Entonces, ¿por qué has
venido?
Esperaba que mi respuesta la
ofendiera lo bastante como para dejarme tranquilo, pero era tozuda. Se acercó
hasta tocarme con su cadera y soltó una risita.
-Así que eres escritor.
-Sí.
- ¿Qué escribes?
-Palabras, palabras, palabras.
Hubo un silencio y pensé que
era buen momento para largarme pero el periodista, que quería hacerse amigo
mío, estaba al acecho así que no tuve más remedio que quedarme.
- ¿Y tú, qué haces?
Se encogió de hombros.
-Bueno, un poco de esto y de
lo otro. Esta es la quinta fiesta consecutiva en lo que va de semana.
-Sólo es martes.
-Exacto, ¿quién hace una
fiesta un martes?
-Supongo que los mismos que la
hacen un lunes.
Me pinchó la tripa con el
índice.
-Eres muy listo, ¿no?
-Supongo. Ya sé atarme los
cordones, ¿quieres verlo?
-Prefiero ir al dormitorio y
follar, la verdad.
Se dio la vuelta y apretó su
delgado culo contra mí. Me miró por encima del hombro y dijo con una sonrisa:
-Me apetece hacerlo por el
culo, ¿qué me dices?
Me aparté y dije que no.
-No me van esas cosas, lo
siento.
- ¿Por qué no? ¿Eres gay?
-Si lo fuera hubiera dicho que
sí, ¿no crees?
Lo pensó un momento, pero no
pareció comprenderlo.
- ¿Te hace un peta?
-No, gracias.
-No quieres darme, no quieres
yerba. ¿Eres monje o qué?
-Sabrás que el hábito no me
hace serlo, ¿no?
-Tú mismo.
Salió de la cocina agitando el
pelo y le eché un vistazo al culo. Aunque hubiera dicho que sí, dudaba que
hubiera cabido ahí dentro. Me acabé mi bebida y me serví otra. Más tarde vi al
periodista escabullirse por el pasillo hacia el interior del piso de su mano y
supuse que a ella lo mismo le daba un tipo de escritor que otro.
A eso de la una o las dos me
despedí y tomé un taxi de vuelta a casa. A medio camino cambié de opinión y le di
la dirección de mi mejor colega, Macho. Me dejó en la puerta de su bloque y
llamé al telefonillo. Él y yo llevábamos años juntos, éramos como uña y carne,
como papel y filtro.
No contestaba y seguí
llamando. Saqué el móvil y saltó su contestador de modo que esperé a que pasara
otro taxi y me fui a casa.
Por el camino fui escuchando
los mensajes que tenía en el buzón de voz. Había olvidado encender el móvil el
fin de semana. Eran tres, todos de mi editora.
-Hola, deberíamos ir pensando
en tu próxima novela. Llámame y quedamos para comer un día de esta semana, ¿de
acuerdo?
-Hola, tengo un par de ideas
que me gustaría comentarte. Supongo que estás ocupado. Llámame cuando puedas.
-En serio, ¿te has muerto o
qué? Si empezamos ahora con tu novela la podremos sacara a tiempo para las
Navidades que vienen. Eh… Sí, hasta luego.
Ya en casa abrí la nevera y
saqué la empanada de atún. Todavía olía bien y eso que llevaba ahí desde el
jueves. Me comí un trozo frío de pie y guardé el resto. Por lo general soy
bastante ordenado pero la segunda cena es uno de los pequeños placeres
cotidianos.
Me levanté a las doce de la
mañana y desayuné un café. Encendí el ordenador y me senté decidido a escribir.
Diez páginas estarían bastante bien, de modo que podría enseñarle a mi editora
un motivo para no haberla hecho caso. Bueno, digamos cinco páginas.
-Hola, he estado en casa
viendo películas con Macho y he olvidado que soy escritor.
No sonaba profesional.
El caso es que de un tiempo a
esta parte no podía escribir nada. Ni una triste letra. Me sentaba durante
horas delante de la página en blanco de mi portátil pensando y nada acudía a mi
mente. La idea de la noche anterior ya se había esfumado. Ni siquiera podía
recordar qué me había hecho pensar en ella. Sabía que tarde o temprano algo se
me ocurriría y no me agobiaba por ello pero ya habían pasado cuatro meses desde
que se acabó la gira de presentación de mi libro y, aunque la editorial estaba
contenta, el público estaba contento, mis padres estaban contentos y todo el
mundo estaba contento, uno no puede vivir de un solo curro. Lo malo es que las
ideas no tienen horario y lo mismo que vienen se van. O desaparecen en el aire
cuando tratas de agarrarlas, como las pompas de jabón. Cuando estoy a punto de
quedarme dormido, cuando estoy conduciendo, cuando estoy cagando y cuando estoy
borracho son los momentos favoritos que tienen las ideas para venir a verme.
Siempre que no hay un lápiz, un carboncillo, una barra de labios o un trozo de
jabón con lo que escribirlas. Una vez tuve una idea de mil demonios que me cayó
en las manos como una modelo que se hubiera intentado suicidar desde un balcón
justo cuando pasas por debajo. Estaba en casa de uno de mis colegas. No había
nada con lo que escribir, así que fui a su mesa y estropeé un boceto de un
retrato escribiendo en el dorso con rotulador. Se enfadó, claro, pero luego le
devolví la lámina de papel y pudo rehacer su dibujo.
Lo hablé con mi editora y me
dijo que sufría el clásico bloqueo, que siguiera intentándolo y ya llegaría.
Pero, joder, esto no es como quedarse embarazada, requiere mucho esfuerzo e
intentarlo es sólo la mitad del camino. Se necesita una idea, un mensaje o una
escena con lo que poder empezar.
Tres páginas. Tres y me tomo
un descanso.
Repetía mi rutina día tras
día. Me sentaba delante del ordenador, intentaba teclear, borraba lo que había
escrito. Pausa para un café. Escribía de nuevo, borraba. Pausa para cabrearme.
Seguía tecleando cosas sin sentido. Pausa para mear y mirarme al espejo,
repitiéndome que podía hacerlo. Abría el navegador y me ponía a leer el
periódico. Oh, vaya, hora de comer. Si no me apetecía cocinar nada, salía fuera
y ya podía dar por echado el día porque solía volver pasada medianoche.
Que sean dos páginas. Eso sí
puedo hacerlo.
El caso es que la puta
pantalla me ponía enfermo. El cursor parpadeando como un metrónomo. ¿Puedes?
¿Puedes? ¿Puedes? Vete a la mierda.
Bajé la tapa y me rasqué los
ojos. No tenía hambre, pero me comí una magdalena y fui al baño. Sentado sobre
la fría taza, pagando los vodkas de la noche anterior, intenté pensar en alguna
idea. Era un ejercicio de futilidad. Y empezaba a lamentarme. Yo antes tenía
cientos de ideas. No sabía qué me pasaba.
Me limpié y al lavarme las
manos pensé en cambiar de aspecto. Me gusta mi barba, suelo llevarla corta,
pero me gusta.
-Aféitate –me dije-. Si te ves
diferente, pensarás diferente. Podrás abordar esto desde otro ángulo.
Me enjaboné la cara y volví a
los diez años.
Con la piel fresca y tirante,
el labio superior un poco hinchado y algún que otro corte regresé a mi asiento.
Pasé la siguiente hora resoplando, acariciándome las mejillas de bebé y
moviendo compulsivamente la pierna.
Sólo una página, venga.
Bueno, un párrafo.
Venga, aunque sea empieza una
frase…
Sonó el móvil en la habitación
y corrí a buscarlo con la excusa perfecta en los dientes. Pero no era Julia
sino Macho.
-Tío, ¿me llamaste anoche?
-Sí, fui a tu casa pero no
contestabas.
-Me dejé el móvil dentro. Y
las llaves. Acabo de llegar. He tenido que llamar a un cerrajero para que me
abra. ¿Qué cuentas?
-Anoche volvió a ocurrir.
-¡No jodas! Espera, estoy
cerca de tu casa, me paso en breves.
Miré el ordenador, su brillo
azulado me esperaba en el sillón y no quería estar cerca de esa cosa más tiempo
de lo necesario.
-¿Salimos?
Quedamos en el bar que hay al
final de mi calle. Macho ya me estaba esperando en una mesa. Iba en chanclas,
con los bajos de los pantalones doblados cuatro dedos por encima de los
tobillos. Nos dimos un abrazo. Pedimos dos pintas y algo de picoteo.
-¡Te has afeitado! Pareces
otro, tío.
-Me apetecía un cambio.
-No está mal.
-¿Qué hiciste anoche?
-Poca cosa. El partido estuvo
así asá aunque hubo una buena pelea.
-Sí, ya he oído las noticias.
-Después fuimos por ahí a
jugar al billar. Saqué unas perras. No estuvo mal. ¿Y tú qué tal en tu fiesta
de artistas?
-Fue… diferente.
-Diferente pero igual, ¿no?
-Pues sí.
-¿Quién la organizaba?
-Una fotógrafa, creo. Danielle
no sé qué.
-¿Danielle?
-Sí, es francés.
-Ya lo sé, gilipollas. ¿Te has
fijado que todos los artistas tienen unos nombres chulísimos?
-Y si no los tienen se los
inventan.
-Bueno, tú tienes un nombre de
mierda y mírate.
-Dirás que para tener este
nombre no me va tan mal. Sería más fácil si me llamara Mauricio o Máximo.
-¿Tienen que empezar por eme?
-No, también podría ser
Emmanuel.
A la segunda cerveza entramos
en harina.
-Dices que ha vuelto a pasar.
¿Cuántas van ya?
-Creo que nueve.
-¿Sólo? ¿No eran diez?
-Me parece que no.
-Yo creo que ya van diez
porque la última dijimos que la siguiente sería la décima, o sea, ésta.
-Debería hacer una muesca en
el cabecero de mi cama.
-O en la polla.
-Tendrías que haberla visto.
Tenía el culo más estrecho que un lápiz.
-Estaría pedo.
-Supongo. Ayer me llamó Julia.
-¿Qué le dijiste?
-Nada, no se lo cogí. Olvidé
encender el teléfono. Me está metiendo prisas para empezar el siguiente libro.
-Eso es una putada. ¿Por
cuántos firmaste?
-Quieren otros cuatro para los
próximos seis años.
-No es tanto.
-Ya, no lo sería si pudiera
escribir.
-¿Sigues bloqueado?
-Como un avión de mármol.
Sencillamente no me sale.
-¿Lo has intentado?
-Claro que sí, coño. Me siento
y escribo pero… no sé. Es como si faltara algo. Tengo un montón de cosas en la
cabeza pero ninguna se asienta. Se me desinflan las ideas. Es desesperante. Ya
no sé qué hacer.
Macho apartó su vaso vacío y
cogió una alita de pollo.
-Sé de lo que hablas. Verás,
¿te acuerdas de Mérida? Aquella tía tan alta que venía al instituto con
nosotros.
-Sí, ¿qué le pasa?
-Bueno, cuando le pedí salir
fuimos al cine y después a mi casa. Mis padres no estaban y nos pusimos al
asunto.
Macho nunca llamaba follar a
follar, siempre decía el asunto.
-Y la tía estaba como un tren,
¿te acuerdas? ¿Y qué pasó? Que no se me ponía dura.
-Lo recuerdo.
-Intentamos todos los trucos.
Chuparla, tetas, todo. Y nada. ¿Ves dónde quiero llegar?
-Sí, que si me obsesiono con
ello va a ser peor.
-Exactamente.
-Pero escribir no es como
hacerte a una tía. Aquí o sabes o no sabes. No hay trucos.
-Desde luego que no. Pero,
igual que con una tía, tienes que estar en el estado de ánimo adecuado.
-El pánico del último minuto
no es mi estado adecuado.
-Entonces tendrás que
encontrarlo. Piensa en cómo te sentiste la primera vez que escribiste algo e
intenta recordar lo que te animó a seguir.
-Creo que me animó saber si
sería capaz de hacerlo. Pero ahora ya sé que puedo hacerlo.
-Pues demuéstralo. No tiene
sentido decir que puedes hacerlo si a la hora de hacerlo no lo haces, ¿me
sigues?
-Ya…
Pedimos más cerveza y alitas y
el tiempo fue pasando.
-¿Qué les pasa a las tías de
hoy, a ver?
-¿A qué te refieres?
-¿A santo de qué todas te
ofrecen sexo anal?
-No lo sé. Quizá esté de moda
–sugerí.
-¿Qué ha sido de los tiempos
en los que todas querían mamártela? Eso estaba bastante bien.
-¿Insinúas que el culo es peor
que la boca?
-Yo no he dicho eso. Creo que
están igual de bien, aunque depende del momento. Hay momentos que piden una
cosa y momentos que piden la otra. Pero fíjate. Mira a tu alrededor.
Macho abarcó todo el bar con
un gesto del brazo. El local empezaba a llenarse y el ambiente era cálido y
agradable. La confusión de las conversaciones y el golpe seco de los vasos
sobre la madera eran la música que todo buen bar compone sin esfuerzo.
-¿Qué pasa?
-¿Cuántas tías ves?
-No sé. Unas cuantas.
-Las suficientes. Ahora fíjate
en sus culos.
-Vale.
-¿Te has fijado bien?
-Sí.
-¿Qué te parecen?
-Que están bien, supongo.
-No, no, están más que bien. Están
que te cagas. Son unos culos geniales.
-¿Y qué?
-Que te apuesto esta ronda a
que hace unos años no eran así.
-¿Cómo?
-Lo que oyes.
-Los culos son culos, en
cualquier época del año.
-No estoy hablando de épocas,
sino de años. Hace cuatro o cinco años los culos no eran así. Ahora todos los
pantalones traen push up y esas mierdas para que todas las tías tengan un culo
de negra.
-Estás borracho –sentencié.
-No, cállate. Verás, ahora
todos los sujetadores traen relleno, ¿no? Todos llevan esas láminas de gomaespuma
dentro de la tela, incluso los que son para tallas grandes, ¡y te hablo de
cosas como sujetadores de 95 C con relleno! Hace unos años estaban de moda las
tetas, había que tenerlas costara lo que costara. Y ahora están de moda los
culos.
-Eso está muy bien pero los
sujetadores siguen teniendo relleno.
-Pero ya nadie se fija en los
relleno de los sujetadores, ahora lo que molan son los culos. ¿Por qué si no
todo el mundo está obsesionado con el twerking y eso?
-Porque está de moda
–respondí-. ¿Y quién elige las modas?
-¿Si lo supiera crees que
estaría aquí hablando contigo?
-Vale, ¿y qué?
-Creo que tu problema tiene
una solución muy sencilla.
-Oh, ilumíname.
-Verás, tu problema no es el
bloqueo de escritor. Esa es la consecuencia. ¿Dónde estabas hace cuatro años?
-En la universidad.
-Exactamente. Coincidió con
que empezaron a estar de moda los culos y todas las tías querían tener un culo
de dinamita. Fue entonces cuando empezaste tu novela, ¿verdad?
-Sí, así fue.
-Tu puta novela genial que te
ha hecho famoso.
-No soy famoso, sólo…
-Lo bastante como para que en
las últimas diez fiestas diez mujeres te hayan hecho diez proposiciones para
tener sexo anal. ¿Me sigues? ¿Ves por dónde voy?
Muy en serio tenía que estar
hablando cuando había dicho la palabra sexo ya dos veces.
-Sí, pero no veo qué…
-A ti no te gusta eso,
¿verdad?
-Pues no.
-¿Por qué no?
-Porque no me gusta. Es el
ano, tío. De ahí sale… eso.
-Mierda. Heces fecales.
-Sí.
-Ha sido una trágica
coincidencia que se hayan puesto de moda los culos y por consiguiente el sexo
anal justo cuando tú has saltado al ruedo.
-Vale, ¿y cuál es tu solución,
genio?
-Creo que te da miedo o asco o
lo que sea. Por eso mismo –dio un firme golpe en la mesa- recomiendo terapia de
choque. Antes de que te acuestes esta noche tienes que haber tenido sexo anal.
He dicho.
-Estás más pedo que un
hijoputa.
-Y tú también, pero deberías
hacerme caso.
-Claro, el terapeuta lo ha
dicho. –Me puse en pie y proclamé-: Atención, por favor, mi psicólogo me ha
recomendado sexo anal, ¿algún voluntario o voluntaria?
Los de las mesas más próximas
sonrieron con complicidad pero los demás no hicieron ni caso.
Macho me puso el índice
extendido en la cara y dijo muy seriamente que iba a mear. Al levantarse
resbaló y tuvo que agarrarse al respaldo de una silla. Cuando volvió del
servicio subiéndose la cremallera y le dijo a un tío que si le vendía su camisa
decidí que tenía que irse a su casa.
-¿Has dormido esta noche?
-¿Estás tonto? Te he dicho que
estuve en el billar.
-Vale, voy a pedirte un taxi.
Pagué. Salimos a la calle y
detuve un coche. El taxista tenía cara de buena persona, así que Macho se subió
y le dijo la dirección de su casa. Antes de arrancar se asomó por la ventanilla
y me dijo:
-Terapia de choque, hijoputa.
Sé un hombre.
Al volver a entrar le abrí la
puerta a una chica que salía. Me sonrió y me dio las gracias. Se quedó en la
acera y encendió un cigarrillo. Yo ya tenía un pie dentro del bar cuando me
giré. Llevaba un vestido floreado por las rodillas y estaba bastante rolliza.
Tenía el culo ancho y los muslos prietos. Lo medité unos segundos y salí con
ella.
-Hola, ¿me das uno de esos?
-Claro.
Sus ojos eran enormes y las
mejillas amplias y sonrosadas. Prendí el cigarrillo y pasamos un momento de
silencio. Ella balanceaba un pie clavando el tacón en el empedrado. Nos miramos
y sonrió de nuevo. No me reconocía.
Torpemente nos presentamos y
liamos palique. Estuvimos más de una hora charlando. No sabía quién era yo, y
eso me gustaba.
-Vivo en esta calle. ¿Puedo
invitarte a un trago?
Ella miró dentro del bar, sus
amigos parecían divertirse sin ella. Luego me evaluó desde detrás de las
pestañas y dijo que sí.
Tomamos más de una copa.
Liquidamos la empanada fría. La besé al anochecer. Puse música y ella se quitó
los zapatos. Bailamos borrachos. Todo mi puto piso giraba como el disco que
había puesto en el equipo. Ella perdió pie y cayó en el sofá sobre mi portátil.
Sonó un chasquido seco bajo su culo. Me miró desolada, pero yo me eché a reír.
Luego fuimos a la cama y creo que le pedí sexo anal.
Por la mañana tenía una resaca
de campeonato. La chica regordeta dormía como una bendita abrazada a una de las
almohadas. Me levanté y al dar dos pasos hacia el baño pisé algo duro que había
junto a la cama.
Era un consolador largo y
transparente. De unos treinta centímetros. Más allá, en el pasillo, estaba el
ticket de la tienda. Joder, no sabía que fueran tan caros. Lo dejé en la cama y
según iba andando por el pasillo hacia el baño un insólito ardor empezó a
castigarme por dentro. Al sentarme en el retrete (siempre hago pis sentado
después de tener sexo), el escozor que sentía en el culo se intensificó. Me
palpé la zona. Estaba en carne viva, muy irritada y sensible, tierna. Me duché
y volví a la habitación en albornoz. La chica seguía dormida.
Recogí el ordenador del suelo
y lo abrí. Trocitos de cristal de la pantalla cayeron con algunas teclas. Lo
dejé en sillón. No me importó.
Entonces fui a la cocina, cogí
un bloc y un lápiz y empecé a escribir.
Kaiser Espinosa es un escritor español de la ciudad de Madrid, metalero y adicto a la literatura clásica. Instagram @mis_versos_negros




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