Cuento: El sueño de una noche de verano
Por Yago Salmón De Lucio
Fotografía por Yago Salmón
El
sueño de una noche de verano
No
esperaba comenzar mi día recurrentemente con una negación
fabricada, pero levantarse meditabundo es más que una fase a
mecanografiar en el fascículo del libro, es candela. Sí, el sillón
azabache permitía sentirme cómodo a morir con el perro bajo el
hombro derecho, a pesar de la mugre que albergaba impregnada en su
percudida tela. Era viernes, 6 de diciembre. El año concurrió en el
pretérito pluscuamperfecto que todos conocemos de “había
querido”, de “hubiese trabajado”, mientras los arboles de
Jacarandas y los arreboles mates cubrieron mi vista que moría donde
empezaba. El porvenir del fin de semana siempre mantenía a los
jóvenes ansiosos por perder la vida en un gueto de mala muerte que
impregnase con falopa las cavidades nasales, recorriendo la vena
facial hasta las capas más profundas de la aracnoides. Yo estaba
preparado para dejar todos los estudios a la mitad y derramar la
sangre de mis vasos sanguíneos, pero algo me mantenía
indiscutiblemente rancio. Los viajes al centro del país me recorrían
la mente en forma de recuerdos simultáneos como una polaroid
analógica imprime imágenes en cortezas de los alguna vez arboles.
No conseguía desafiar mi estado de conciencia, tiñendo de Umbra y
luego de negro en degrade cada ráfaga de lucidez. Así, sin mayor
reparo, mis pensamientos transmutaron en biomoléculas mecánicas que
convierten el universo en una máquina biológica y fría. Tiritaba
la inocencia de creer que los dientes eran más que solo dientes y
que cada hipérbaton en el lenguaje había sido ya hablado. Se
pensaba de una sola manera y la perspectiva fue tachada del
diccionario científico, viéndose trocada por estadística,
pragmatismo. Sujeté fuerte al perro de las pezuñas delanteras
mientras me engullía en su mirada de incomprensión absoluta,
dejándome lacio en un cuerpo nauseabundo.
Allí
susurré – “Los ojos fueron creados para ver por dentro, y cada
página que escribo viene de un yo de adentro”. Obligándome a
cerrar los parpados con la carne pálida y un desdén elaborado desde
el fondo de mi averno. Ultrajé cada centímetro de mi creencia en el
ego y punzándome con las uñas sentí como perdía la conciencia;
fue solo entonces que desolado sobre la duda caí inmerso en un sueño
que engullía el alma. Pronto me encontré con un dragón de Komodo
que erguido como un hombre avistaba mi bienvenida. Tuve que excavar
entre huevos descompuestos y calaveras puntiagudas que rebalsaban por
los ojos oleadas de escarabajos para finalmente lograr pararme sobre
la cima de desechos, pude ver diáfano la cuna de mis más grandes
miedos. Caminando y caminando tropezaba con cadáveres que sonreían
fijando la vista como en el cuadro de Da Vinci. La tierra era opaca y
fulminaba la esperanza, se avistaban reptiles caminando en dos patas.
Me sentí muy angustiado y por sed y poca labia, decidí tocar la
espalda del guardián que sostenía con mucha fuerza su falo entre
las manos. Volvió la vista sin sorprenderse como si me hubiese
esperado mil años y sin soltarse dijo: - “Yo puedo ser quien tú
quieras que sea, pero preferiría ser siempre el reptil de tu
conciencia”.
Supe
que me encontraba solo y que para llegar al centro debía abandonar
toda certeza de lo vivido. Poco a poco solté la vida como un látigo
que sufre golpeando arduo mi espalda ceniza. El diafragma se puso
tenso y entre un hipo incongruente, los espasmos se tornaron en
convulsiones y estas en vómitos. Cuando creía estar muerto por
tanto vomitar, una voz me habló cuerda y me permitió respirar, solo
para después retraerme como se atraen las moléculas y expulsar
violento en emesis un gemelo que más que otro era mi yo de adentro.
Este golpeando mi espalda transmitió conocimiento como recitando una
tragedia que desemboca en una némesis. Así levanté los ojos hacia
él y presencié mi ser más oscuro que podría haber tornado el día
en un triste nudo. Me abalancé sobre él golpeándolo como un
rastrero y con cada golpe de mi ira, mis puños iban perdiendo
fuerza. Solo así el se vio más fuerte que nunca y con el pecho en
alto, sopló como un cumpleañero sopla las velas de su cumpleaños.
Me encontré tirado bajo un cielo púrpura que sin dolor me permitió
comprender que mis huesos estaban rotos. Alguien me tocó el hombro y
pensé que era mi abuelo, pero en realidad era otro yo que era dudoso
y delicado.
- Le has dado a tu ira lo que más ansiaba y como un sexo salvaje y turbio a eyaculado en su reflejo.
Le
sostuve la mano esperando misericordia, pero él no era ese yo, él
quizá era soberbia. Esperé otro tanto quieto como una estatua y me
di con la sorpresa que nunca llegó nadie para salvarme. Allí me
cuestioné hasta lo más profundo de mi alma si quizá lo que sentía
era lastima por mí mismo. Fue entonces que desde el horizonte cálido
observé huyendo a los reptiles asustados y tras ellos una avalancha
de mis yo de adentro enfrentaban en batalla uno contra todos, era la
ley del más fuerte. Unos gritaban míticos recitando poesía para
inmediatamente verse aplastados por orgías insostenibles. Siempre
aparecía uno más grande y fuerte que de entre todos gritaba ser el
verdadero elegido. Desparramaban la neurosis como un pez en el agua y
pronto quedaron tuertos muchos idilios utópicos y algunos mordían
sus propios labios mostrando su agonía. Con la poca fuerza que me
quedaba me arrastré hasta un barranco y después de bramar por
clemencia me abalancé sobre el vacío.
La
oscuridad se hizo luz.
Desperté
renovado sonando unísono con el universo, pero por otro lado con un
desconcierto mórbido. Había rascado mi piel hasta lo más profundo
de mis gritos y con cada una de mis personalidades encontré una peca
consonante. Vi las baldosas asquerosas, pero el cielo claro y
diáfano, prometiendo escribir para despertar cuando el sueño se
hace rutina. Me levanté adolorido del sillón viejo para trasladarme
hasta la ducha que además estaba helada. Sumergí mi cabeza
rascándome los cabellos, permitiendo refrescarme tras un sueño de
verano. El agua fluía a través de los rubios risos que se formaban
por el caos de un sueño profundo y mi barriga palpitaba al tiempo de
mis latidos. El jabón chorreó por escurrir por la piel blanca y
casi resbalo al terminar de enjuagar cada uno de mis dedos. Salí de
la ducha y con los pies aún mojados acerqué mi mano hacia el
interruptor de la luz, sin embargo me quedé pasmado admirando mi
reflejo húmedo. Así con la corriente eléctrica recorriendo mi
columna y haciendo tierra con el suelo, me fundí en un sueño
eterno, se llama la muerte, el cielo.
Desparramado
y sin flujo de sangre caí golpeando el bidé del baño para
zambullirme en ese instante en el que dicen que el cerebro como una
glándula expulsa DMT para llevarte hacia el infinito. En realidad
fue todo oscuro, rápido, simultaneo, ya no recuerdo nada, ya no sé
desde dónde escribo.
Yago Salmón De Lucio es un escritor peruano de veintiún años amante del arte. En la actualidad estudia la carrera de letras en la Universidad de Buenos Aires, Argentina. Es el creador y editor del blog. Instagram: @yagosalmon y @elportadordelapolilla




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