Misceláneo: Impredecible

Por Yago Salmón De Lucio



Fotografía por Yago Salmón De Lucio




Impredecible


Ya todas las migajas de mierda han sido recogidas y las palabras han sido todas pronunciadas, me tienen miedo, es simple, es visual. No hay que tener relaciones oníricas para apreciar la complejidad escondida tras los ojos del holístico capaz de simular la realidad en un intento de coordinación inexistente, conglomerando las ramas de un árbol al que “nosotros” le dimos nombre. Es fácil entenderlo, pero no entenderme, me tienen miedo, soy impredecible. Y me tienen asco porque en las polillas veo búsqueda y encuentro; me evitan porque escarbo mis heridas y me aferro al dolor de la verdad, porque no conozco otro dios que mis propias manos, que la madre que me parió. La misma a la que siendo un ingrato, le lloro mis miserias bajo el rostro del “hijo erudito”, con la duda de que quizá, todos mis esfuerzos son en realidad, solo una ilusión enferma de un niño defectuoso. ¿Ahora me ves?

Cuando no hay a quién hablarle, uno termina hablando solo, como un misántropo dentro de su jaula de oro, inventando su grandeza porque es lo único que le queda. La esperanza no de brillar como una joya, sino la necesidad de ser autosustentable y no quedarse postrado en una cama cuando comprendas que no puedes pagar la luz. La misma luz que necesité para pasar un manuscrito a la computadora que imprime mis palabras en píxeles tras materializarlas. La misma tinta que me regocija haciéndome creer que mis ideas son hipostáticas; materializadas, puede que cumplan el sueño de traer dinero a casa, porque los papás no viven para siempre, porque el calor, se mantiene con calorías. Y dime tú, ¿Qué carbohidrato me calienta más que un pan en la mesa?

Uno vive, o cree vivir, con dudas, con el palabrerío cochino que se esconde tras los grandes nombres y la letra chica, de los papeles que firmamos, de los políticos a los que votamos, de la factura que pagamos. Que pagué, hoy, ayer, mañana. Por eso me odian, porque me asusto en la atomización del tiempo y el último año de mis veintiuno a sido tan rápido como el resto, tan rápido, que nunca me alcanzan las palabras para decir cuánto amo a mi viejo. Para devolverle todas las rentas y mensualidades que aceptó en nombre de mi educación, y si no fuesen todas, si quiera una sería bastante, porque cuando no hay nada, algo es mejor. Tengo buenas intenciones, pero aún así se aterran, me asusto.

De no ser que existe el ansiolítico al que le soy eternamente agradecido, estaría probablemente enardecido de ácido y bloqueado de alma, de cuerpo, de mente. Son las nauseas y esta visión de túnel que me encierran en una jaula tan apretada que a veces creo terminarán por exprimirme hasta la última lágrima. Las ganas de estar vivo las secuestraron desde que tengo recuerdo alguno, todos los anteriores, fueron anegados en el fango que es la desesperación. Es simple, es rápido.

Porque cuando uno pierde el miedo a la muerte, ya no hay nada que duela demasiado. El problema, es que aún tengo un hermano menor, una familia a la que amo y por lo mismo, uno se condiciona al bienestar, a la falsa promesa de la felicidad. Por la misma razón, los gustos comienzan a desenfocarse y a degradarse en el mismo sufrimiento. Es después de muchos años de lo mismo, que tras la tragedia uno se ríe, ante el dolor se excita, frente al rechazo se identifica. Hemos aceptado hace mucho que somos distintos, somos enfermos. No porque verídicamente lo creamos así, sino porque no hay alternativa alguna. Todas las puertas finalmente han sido cerradas y nuestros ojos se encuentras más abiertos que nunca. Es en ese crudo pozo, en donde la oscuridad es más visible que nunca y nuestras acciones se vuelven tan impredecibles como las llamas en una tormenta ígnea, consumiendo todo oxígeno ofrecido y prendiendo en llamas los arboles aledaños. Nos hemos convertido en un impedimento, en la piedra en el zapato.

Así cuando sonreímos tras escuchar “Love Sex Dreams” y protagonizamos “Enter the void”, es que verdaderamente ya no sabemos con certeza quienes somos ni quienes fuimos, terminando de una sola bocanada vinos de a litro y durmiendo en el sillón que nos ofrezcan. Finiquitando todas las noches con una plegaria al cielo inexistente, repitiendo reiteradas veces: “J'aime le pain et le vin parce que je suis un grand alcoolique.” Siempre en distintos idiomas para no asustar a los que nos entienden, en caso contrario, saltarían con los brazos y aplaudirían con los pies, demostrándonos que gritar “I love to eat pussy” es políticamente correcto, pero en nuestro idioma nativo quizá altere más de un oído virgen. Perdedores de mierda.

No te miento cuando te digo que juzgar está de moda, porque de seguro que si causamos polémica, los búhos nos van a voltear el cuello y las tías se van a susurrar entre ellas – Qué horror, ¿ Cómo le permiten al niño llevar los cabellos hasta el piso? – obligándonos a poner caras de duda moviendo la cabeza, haciendo gestos de afirmación y tragando rápido para no tener que responder. No te preocupes, ya estamos acostumbrados a la cháchara, es parte de nuestra megalomanía.

Así soy yo, impredecible, bipolar, un manual de enfermedades mentales que juega al azar como péndulo de reloj, sin saber cuando necesitará cuerda para seguir su curso. Por suerte existen personajes como “Mr. Peanutbutter” en la vida real, listos para casarse tres veces y aún así, protagonizar películas al poco tiempo de deslizarnos en carreras de esquí cuando nunca hemos tocado la nieve. Duros de roer, imperecederos ante la necedad de vivir. Personas así, a veces nos hacen olvidar la miseria.

Pero, ¿Qué te puedo decir? Somos impredecibles.





Yago Salmón De Lucio es un escritor peruano de veintiún años amante del arte. En la actualidad estudia la carrera de letras en la Universidad de Buenos Aires, Argentina. Es el creador y editor del blog. Instagram: @yagosalmon y @elportadordelapolilla

Comentarios

  1. Yago, que tu juventud aparte de tí toda tristeza, deja a tu abuelo absorverla y llorar por tí. A los 80 casi no duele..... casi.....

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